Los
bolitos mueren despacio.
Los
asesinan con premeditación y alevosía los que producen bebidas alcohólicas
todos los días, con el permiso del gobierno.
Sólo
apresuran su muerte cuando a los asesinos, por su amor al dinero, se les ocurre
mesclar etanol u otras sustancias letales, al licor en que los bolitos
buscan la alegría o el escondite de sus penas.
Los
bolitos mueren de uno en uno, diariamente, a cualquier hora. Se quedan dormidos
en brazos de la muerte, arropados por el frio y el rocío de las madrugadas o
consumidos por el fuerte sol que los quema cual infierno.
Trabajan,
pidén, ponen cara de sufridos, para conseguir su trago no importa el precio.
Son
puntuales en los velorios, hasta el llanto. Para beber ese trago que los mata y
que irónicamente no falta en los velatorios.
Con
los bolitos mueren sus hijos, sus hijas, sus mujeres, sus hombres, sus
familias, su sociedad, lentamente. La muerte y el sufrimiento están siempre en
las botellas.
Los
hijos de los bolitos llevan el sufrimiento en sus espaldas y en sus corazones.
Saben que sus padres mueren lentamente. Están seguros que en su casa hará falta
la comida, los libros, la medicina, el amor. Les duele el sufrimiento de sus
madres. Saben que el alcohol mata también la ternura de sus padres, que la
violencia aparece en su casa con cada trago. Lo peor es que tienen conciencia
que su sufrimiento a nadie le importa. Continuará
...
Publicado por El Marcalino
Edición 271, 9 de octubre del 2012
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